BIOGRAFÍA



BREVE BIOGRAFÍA DE MI PERSONA.


Nací una noche insípida, tétrica y (si la memoria o la imaginación no me mienten) colmada de tigres voladores que surcaban el cielo negro vomitando pequeñas monedas por sus fauces, cuyo tintineante resplandor se derramaba como una lluvia áurea sobre el tejado del Hospital San Benjamín, un lejano 27 de Julio del año 1986.

Me llamaron Diego, que quiere decir "el instruido", aunque estoy seguro de que simplemente eligieron esa etiqueta en honor al ídolo indiscutible de mi padre, Diego Armando Maradona. Supongo que también tendrá algo que ver el hecho de que tanto él como mi abuelo paterno se llaman del mismo modo, razón por la cual creo que de vivir en la edad media podría llamarme algo así como "Diego III". Por mi parte, he decidido cortar de raíz con tanta "holgazanería nominal", llamando a mi hijo (el día que nazca) de cualquier otra forma. Supongo, a su vez, que por ese motivo he querido cambiar mi apellido a Vasquez Rivero (acudiendo con desesperación al apellido de mi venerada esposa).

Mi padre fue árbitro de fútbol departamental y trabajó casi toda la vida en la municipalidad; primero en una planta potabilizadora de agua (donde alguna vez de pequeño cometí una preciosa travesura gracias a la cual dejé a media ciudad sin agua por varias horas: tiré "sin querer queriendo" mi zapatilla nueva dentro de la turbina mayor), y más tarde desempeñándose como maquinista (oficio que ostenté cierta tarde con su beneplácito y que causó la muerte consecutiva y precisa de una fila de arbolitos en un club de ciclismo). Mi madre, por su parte, trabajó casi la mitad de su vida en un peladero de pollos y la otra mitad como ama de casa.

Colón, mi ciudad natal, no era entonces "una aldea de veinte casas de barro construídas a la orilla de un río de aguas diáfanas"; sino que, en su lugar, era ya un pueblo bien cimentado al estilo colonial: con su plaza fecunda en vergeles circundada por la iglesia Santos Justo y Pastor, la vetusta estación de policía, el municipio y, finalmente, el incipiente cuartel de bomberos voluntarios. Más lejos, hacia el sur, un parque enorme llamado Herminio J. Quirós se hallaba en la cumbre de su esplendor -ora defendido por quimeras, ora por ángeles de piedra blanca-; y hacia el este, mil balaustradas francesas bordeaban de punta a punta la costanera del rio Uruguay. Todo este paisaje era, por aquel entonces, lo único digno y obligatorio de ver en los paseos de la siesta.

Era terrible de pequeño, que no quepa duda; y no sé si mi pésima conducta se debía a las malas influencias del ambiente en que me crié, a una entidad demoníaca que dominaba mis impulsos infantiles, o al mero aburrimiento que hasta hoy día me impele a escapar de la realidad cotidiana. Sea como sea, a los ocho años me enviaron a una escuela de monjas. Al parecer, un poco de catolicismo ortodoxo sazonado con cientos de firmas en el cuaderno de disciplina surtieron el efecto deseado: mejoré mi comportamiento. Allí descubrí mi amor por el dibujo, la escritura y el canto; evolucionando rápidamente en el primero, lentamente en el segundo, y apestando en el último. Estudié allí hasta mis catorce, cuando me cambiaron a una escuela pública para continuar la secundaria.

De los baños impecables, los uniformes marrones que nos hacían ver como excremento caminante, el silencio y el respeto por los símbolos papales; pasé a la hediondez de los baños infestados con colillas de cigarro y orina, las diferencias de estrato social impresa en la ropa que cada alumno llevaba y la total libertad de elección en todo cuánto se me pudiera ocurrir: indeed, a "Brave new world". Era mi oportunidad de encontrarme a mí mismo, sin la censura constante que aquellos cuervos femeninos imponían sobre mis ilustraciones y mis palabras; resultaba peligroso porque podía desviarme hacia el camino de los vicios y la vagancia, pero una sólida educación familiar y mi carácter ermitaño degradaron ese nivel de peligrosidad al de pura excitación y asombro.

Para cuando concluí mis estudios, me dí cuenta de que había pasado por varias etapas personales: al principio fui un payaso del que todos se burlaban y reían; luego un relegado antipático, asocial, que trataba mal y pensaba aniquilar a medio mundo; por último, una especie de ser sociable, aunque selectivo, cuya nueva personalidad había nacido en el seno del teatro escolar. Hoy día soy un cóctel creado con todo aquello y vertido en la copa de una madurez auto-impuesta.

Al finalizar mis estudios de bachiller, pasé por muchas carreras antes de decidir lo que "quería ser": Arquitectura, Diseño industrial, Bellas Artes, Diseño y programación de Computadoras y, por instigación de mi padre y aceptación sumisa de mi madre, hasta estuve unas semanas en el introductorio a la Prefectura Naval Argentina. Finalmente, me decidí por el Profesorado de Inglés. Ésta decisión fue totalmente azarosa, pero me llevó al encuentro con la literatura y al descubrimiento arrebatador de que quería convertirme en escritor. ¿Cómo lo supe? Fué cuestión de unir cabos: ¿En qué otra profesión podría volcar el caudal de información, cromática y abundante, que absorbía sin ton ni son a diario? Ahora podía encontrar en mi conocimiento la fuente de inspiración, y en la literatura un propósito.

Siempre trabajé y estudié al mismo tiempo (fui mozo, conserje hotelero y playero en una estación de combustibles), de modo que me costó siete años de ingente sacrificio terminar mi carrera. Me recibí en el 2014. Cuando llegué a casa abracé a mi esposa Claudia y le dije: "¡Al  fin, amor!". De cómo la conocí y me enamoré hablaré otro día, eso merece una bella historia aparte. Solo diré que ella es la hélice que va por delante de mi cuerpo, permitiendo que mis alas vuelen. Hoy soy Profesor Nacional de Inglés, mañana no sé lo que seré; pero al menos tengo la certeza de que seguiré haciendo lo que me gusta y que no me conformaré hasta ver mis sueños convertidos en realidad. Tengo fe, porque he decidido dejar de EXISTIR para comenzar a VIVIR.


D. A. Vasquez Rivero.

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